Joaquín Rodríguez Ortega "Cagancho"

Nacido en el taurino barrio de Triana (que tantos toreros de pellizco y duende ha dado al Arte de Cúchares), Joaquín Rodríguez Ortega pertenecía a una familia gitana por los cuatro costados, lo que en buena medida vino a determinar su estilo y sus maneras delante de los toros. No tuvo, empero, una infancia tan difícil como la de la mayor parte de los muchachos de su raza, ya que su padre era herrero y ejercía en Sevilla dicha profesión; de ahí que no llegara al mundo del toro en un esfuerzo por huir del hambre y la miseria, como tantos otros maletillas de su tiempo. Antes bien, su afición -que era innata- se adensó y curtió con la amistad que trabara desde niño con otro chaval gitano de su misma edad, Francisco Vega de los Reyes ("Gitanillo de Triana"), pariente y vecino suyo, con quien jugó sin cesar al toro por las populosas calles trianeras.

 

Así, empecinado en ejercer profesionalmente el toreo, en 1923 consiguió un primer contrato en el coso gaditano de Isla de San Fernando, para despachar una novillada procedente de las dehesas de Bohórquez. Dicen las crónicas de entonces que, en este su debut, anduvo tan fino en el manejo de los engaños como torpe a la hora de blandir el acero de muerte, anunciando así dos características de su toreo que no habrían de abandonarle nunca. Un año después, el día 25 de julio de 1924, hizo su presentación oficial ante sus paisanos en el coso de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, en el transcurso de una modesta novillada nocturna en la que se lidiaron reses marcadas con el hierro de don Anastasio Martín. Aquella noche volvió a brillar con desusado esplendor el toreo de "Cagancho", que no quedó tan deslucido por el manejo del estoque como el día de su debut.

 

Este discreto triunfo le propició un aceptable número de contratos por varias plazas andaluzas durante la campaña de 1925, así como un ajuste en la Ciudad del Turia, en cuya plaza dejó una asombrosa muestra de ese toreo plástico que llevaba cosido a sus muñecas. A partir de entonces, comenzó a ser requerido en las principales plazas y ferias del país, lo que le permitió cosechar un triunfo aún más clamoroso en las arenas de la Ciudad Condal, el día 4 de julio de 1926, fecha en la que impartió una lección magistral sobre cómo torear con el capote. Tan sonado fue este triunfo barcelonés, que volvió a ser anunciado en dicha plaza el día 25 de aquel mismo mes y, ante la renovación del éxito, el día 1 de agosto siguiente. De ahí que, cuatro días después, Joaquín Rodríguez Ortega ya se considerase suficientemente facultado para comparecer ante una severa afición madrileña que, asombrada por el vuelo de su capote, lo consagró de inmediato como gran figura del toreo. Las burlas y desaprobaciones que hasta entonces había provocado su peregrino apodo dieron paso, en el agitado mundillo taurino de los años veinte, a una continua pronunciación exclamativa del nombre de "Cagancho".

 

Así las cosas, el día 27 de abril de 1927 hizo el paseíllo a través de la arena de la capital murciana, dispuesto a recibir la alternativa de manos de su genial padrino, el diestro madrileño Rafael Gómez Ortega ("El Gallo"); el cual, bajo la atenta mirada del coletudo sevillano -y también trianero- Manuel Jiménez Moreno ("Chicuelo"), que comparecía en calidad de testigo, cedió al toricantano los trastos con los que había de muletear y estoquear a un morlaco perteneciente a la vacada de doña Carmen de Federico, que atendía a la voz de Orejillo.

 

El día 22 de junio de aquella misma temporada volvió a colgar el mote de "Cagancho" en los carteles de la plaza de Madrid, en donde anunció que comparecía dispuesto a confirmar su alternativa. Fue su padrino en esta ocasión el matador madrileño Victoriano Roger Serrano ("Valencia II"), quien, en presencia de otro espada madrileño que hacía las veces de testigo, Marcial Lalanda del Pino, le facultó para que diera lidia y muerte a estoque al toro Naranjo, criado en la ganadería de doña María Montalvo.


La famosa corrida de Almagro:


En agosto de 1927 se anunció que en la corrida del día 26, torearía el maestro en Almagro, todo el mundo tuvo claro que se produciría una auténtica marea humana hacia este pequeño pueblo. El ferrocarril, venía de Ciudad Real y aquel día llegó a la estación de Almagro con gente subida a los estribos, sentada en los topes. El tren venía repleto de personas que habían pagado en Ciudad Real auténticas fortunas en la reventa para poder estar en aquella corrida.Tarde calurosa. Había tanta expectación, llenó hasta la bandera.


Formaban terna con Cagancho Antonio Márquez y Manuel del Pozo, Rayito. El primer problema de aquella mala tarde, fueron precisamente aquellos largos minutos en los que el personal estuvo embotellado en la plaza, codo con codo, pasando calor y escuchando los rumores, según los cuales Cagancho no llegaría a tiempo para actuar. Desde fuera de la plaza, se comentaba que el maestro no había llegado al pueblo. Los nervios se pusieron a flor de piel. Pero llegó. A las seis en punto, hora del paseíllo, pero llegó.Salió al ruedo un primer toro colorado de la ganadería de Pérez Tabernero. Tomó seis varas y mandó al suelo a varios jinetes. Márquez y Rayito, hicieron sus correspondientes quites, Cagancho había llegado a Almagro desganado y no hizo un solo quite. El toro le tocaba a Márquez y éste, a la hora de matar, comenzó a montar la tangana, pues se encaró con el morlaco sin muleta y se dedicó, simple y llanamente, a apuñalarlo. Fue advertido por la presidencia y recibió sonora bronca. Para entonces, el personal llevaba ya más de una hora pasando calor. Rayito, dicen las crónicas, estuvo bien con su segundo. El tercero, primero de Cagancho, era un toro colorado y bragao. Hasta el momento Cagancho ni siquiera había desplegado el capote y siguió en la línea. Consciente de que era su toro y de que no podía dejar de hacer un quite, Cagancho intentó ejecutarlo, pero el toro le desarmó, haciendo volar la capa, momento en el que el maestro salió corriendo hacia la barrera. Ahí fue donde empezó la bronca de verdad.


En la lidia, el torero se mostró distante y cobarde. A la mínima que el toro le miraba, echaba a correr. Tanto miedo tenía Cagancho que hizo algo increíble, pinchó al toro en el cuello, y después en el brazuelo.En ese momento el teniente Juan Ayuso, jefe del destacamento de la guardia civil que vigilaba el espectáculo, dio orden a sus hombres de que impidiesen que nadie saltase al callejón. Cagancho pinchó nueve veces más y entró a descabellar cinco.


A la arena comenzaron a llover primero las almohadillas; cuando se acabaron las almohadillas, las botas de vino; cuando se acabaron las botas, botijos; y cuando se acabaron los botijos, cualquier cosa sólida.Márquez, estuvo bien con el cuarto. Pero al público le dio igual. Rayito también cumplió. No obstante, la gente quería que saliera el sexto, a ver si Cagancho destapaba ese tarro de las esencias que dicen que tienen los toreros artistas.El toro que le salió a Cagancho tenía gran trapío y poder. 


En la suerte de varas, mató a varios caballos. Todo el mundo en la arena se puso nervioso. Cundió el pánico.Cagancho, sacó una muleta descomunal y comenzó a torear con el pico de la tela. No contento con eso, en uno de los pases, mientras el toro estaba a su lado, le largó un espadazo en el vientre, y luego otro. El toro lo miró mal, así que el torero tiró los trastos y repitió la suerte del tercer toro y se protegió en la barrera. Y, una vez dentro, como el toro se le acercase, le pinchaba de nuevo. Sonó el tercer aviso, signo de que el toro es devuelto al corral porque el torero es incapaz de matarlo, sonó mientras Cagancho seguía intentando matar al animal sin salir de la barrera. Lo hacía pinchándole en los costados, en los brazuelos, en cualquier lugar menos allí donde ha de hacerse según marca el arte de Cúchares. Aquellos de los subalternos que se atrevían a saltar a la arena lo hacían con sus espadas debajo de las muletas, se acercaban al toro y le pinchaban también alevosamente, en cualquier parte. Estaba el toro vivo, y el ruedo ya comenzaba a llenarse de espectadores que, sudorosos, cabreados y borrachos, habían saltado a la arena con ninguna buena intención.


      La guardia civil no pudo hacerse con la masa enfervorizada. Las gentes comenzaron a perseguir a Cagancho, el cual intentó, con la espada en la mano, salir de la plaza. Un espectador le agarró del cuello y, arrojándole en dirección contraria, le gritó.‑¡Al toro, coño! ¡Cobarde!Otro le arreó una hostia en pleno carrillo. Y allí estaba Cagancho, en medio de un ruedo lleno de gente que le rodeaba para darle una paliza; ruedo en el que todavía había un toro vivo, sangrando por sus mil heridas, soltando tornillazos y llevándose a la gente por delante.Entonces cargó el ejército, concretamente un destacamento de Caballería que se encontraba allí reforzando a la guardia civil, consiguieron convencer al público de que despejara el anillo. Ocho guardias civiles rodearon a Cagancho y lo sacaron de la plaza, entre una lluvia de todo tipo de objetos. El fracaso de Cagancho en Almagro es, efectivamente, la bronca más gorda ocurrida jamás en un espectáculo público en España. La marcha del diestro fue seguida de disturbios en los alrededores de la plaza en los cuales las fuerzas del orden tuvieron que cargar a caballo.


Almagro aquella tarde fue una batalla campal, tan fuerte, que quedó en la memoria de los españoles, para los cuales, aún sin haber estado allí, aún sin haberlo vivido, «quedar como Cagancho en Almagro» se les grabó en la memoria como el símbolo de un fracaso absoluto.Cagancho todavía vestido de plata refugiado en el salón de actos del Ayuntamiento de Almagro, custodiado por la guardia civil para que el personal que estaba en la calle no lo matase, fumando indolentemente y como resignado. "Así es la vida. Yo quería quedar bien, pero lo que no pue zé, no pue zé."


La extraordinaria elegancia del toreo de Joaquín Rodríguez Ortega ("Cagancho") se desparramó, durante aquella su primera temporada como matador de reses bravas, en cada uno de los cuarenta y seis ajustes que firmó y cumplió. Cuarenta y nueve paseíllos hizo en el año de 1927, a cuya conclusión cruzó el Atlántico para presentarse ante la amable afición mejicana. Desde los primeros lances que ejecutó en suelo azteca se ganó el entusiasmo de sus naturales, alentado "Cagancho" por la benevolencia mejicana y -sobre todo- por la mayor blandura del ganado bravo que se cría en tierras de Ultramar. Porque si cabe poner algún pero al toreo de este gitano esteta y diletante, ha de ser la honrada acusación de que se encontraba mucho más a gusto delante del torito noblote, bonachón y boyante, que del burel bravo, encastado y largo de romana que, hasta la Guerra Civil, se criaba pródigamente por estos pagos.

 

A esta causa se obedecían los continuos viajes que le llevaron a México al término de cada temporada española. Sin embargo, no perdía por ello el crédito que había merecidamente ganado entre sus compatriotas, quienes vieron cómo el día 7 de mayo de 1931, en el coso de la Villa y Corte, caía herido de gravedad ante las astas de un morlaco que lucía la señal de don Alipio Pérez-Tabernero. Perdió, a causa de este serio percance, varios contratos "Cagancho", pues no pudo volver a hacer el paseíllo hasta el día 2 de agosto de la referida campaña, fecha en la que reapareció en las arenas de Cádiz; y perdió, también, una considerable dosis de ese valor que ya tenía más que justito, por lo que poco a poco fue aumentando sus intervenciones en México, en menoscabo de la expectación con que seguía aguardándole la afición española. Así, en la temporada de 1932 tan sólo firmó en la Península nueve contratos, cifra que aumentó hasta los dieciocho en 1933, para disminuir de nuevo en la campaña siguiente, en la que se vistió de luces en dieciséis funciones.

 

Sin embargo, en la campaña de 1935 recobró el cartel que había tenido entre sus compatriotas, a los que deleitó en los treinta festejos en que intervino. Pero el estallido de la Guerra Civil truncó violentamente este resurgimiento español de "Cagancho", quien prodigó entonces sus paseíllos mejicanos. Tan querido y admirado era en el país americano, que no dejó de torear allí durante los años en que, por desavenencias entre los gremios de toreros de uno y otro país, se prohibió en las plazas de México la actuación de los diestros españoles. Y allí consiguió remontar de nuevo las más altas cotas del Arte de Cúchares, particularmente en las campañas de 1945 y 1946, en las que sus éxitos fueron atronadores; porque, si bien era cierto que una evidente merma de sus facultades físicas lastraba considerablemente el toreo de la última etapa de "Cagancho", no lo era menos que su técnica y su estilo nunca se habían caracterizado por un excesivo derroche de valor, temeridad y fuerza, con lo que la plasticidad de sus faenas no sufría tampoco una gran pérdida.

 

Perteneciente por derecho propio a esa clase de toreros artistas capaces de ofrecer lo mejor y lo peor en una misma tarde -en la misma línea de su padrino, el susodicho Rafael Gómez Ortega ("El Gallo")-, Joaquín Rodríguez abandonó el ejercicio activo de la profesión taurina en la campaña de 1953, en la que aún toreó algunas tardes en España. Instalado en la capital mejicana, un proceso cancerígeno acabó con su vida cuando, a sus ochenta años de edad, aún seguía recibiendo el sincero homenaje de la afición azteca.

 

FUENTE: texto extraído de www.mcnbiografias.com